domingo, 6 de enero de 2008

No se lo digas a nadie...

La única prisa es la del corazón,
la única ofensa es tener testigos.
Silvio Rodriguez


Para tratar asuntos del corazón o de la soledad, al hombre no le gusta el mucho auditorio, le gustan los dos amigos. Si hay diez , hay ocho que sobran y además, la cosa inteligente y de buen tacto, esos ocho saben que sobran y liando su cigarrillo, se van a la puerta sabiendo que ese hombre quiere decir cosas a sus dos amigos y no a sus diez amigos, porque no es audición, es confidencia.
Atahualpa Yupanqui






Parece que no hay forma más rápida de difundir un secreto que pedir a quien se le confía: “no se lo digas a nadie”. Cuando violamos un secreto que nos fue confiado cometemos claramente una infidencia, pero quizás el concepto de infidencia pueda ser utilizado con un alcance más amplio. Cuando alguien nos cuenta algún suceso que considera importante en su vida, ¿es necesario que nos diga: “es un secreto” para que lo consideremos información confidencial? Cuando conocemos instancias de la vida de alguna persona sin que ésta nos las haya confiado personalmente, ¿tenemos libertad para difundirlas?
Si nos enteramos por ejemplo de que alguien conocido tiene una enfermedad terminal , o ha sido víctima de una traición, o tiene un serio inconveniente de dinero, ¿corresponde que lo contemos? ¿podemos contarlo a algunas personas y a otras no? Y si la información que tenemos no es tan importante, ¿tenemos mayor libertad para difundirla?
En una ocasión, alguien que acababa de recibir un diagnóstico médico muy adverso, me dijo con gran pesar que una de las cosas que más le dolía era pensar que de allí en adelante algunas personas iban a usar como tema de conversación su deterioro físico, hablando de ella con lástima. “En realidad van a estar hablando de su propio miedo -me dijo- pero no lo van a aclarar”. Tuve que coincidir con ella y pude imaginarme sin demasiado esfuerzo diálogos en los que alguna gente, creyendo hablar de lo que le estaba pasando a mi amiga hablaría en realidad de su propia forma de tomar la noticia, sin tener la menor idea del significado que para ella tenía cada uno de los momentos que estaba viviendo. Algunos de ellos quizás pensarían que comentar acerca del tema era una forma de solidarizarse con la “víctima”. Pensé en las veces en las que livianamente había hecho comentarios de ese estilo acerca de otras personas, sin reparar en que, aún indirectamente, podía estar perjudicándolas.
En esta como en muchos otras cuestiones, no creo que existan las tablas de la verdad que contengan especificaciones acerca de cuáles temas son difundibles y cuales no, y en qué circunstancias hacerlo o evitarlo. Pero si dudamos acerca de la conveniencia de contar algo, puede ser de utilidad hacerse algunas preguntas. Por ejemplo:
¿Para qué contaría aquí y a esta gente lo que sé de alguien que está ausente?
A esa persona ¿le convendría que esto se supiera?
Si el protagonista estuviera viendo la escena ¿qué efecto le provocaría mi relato?
Si yo fuera el afectado, ¿Me gustaría que esto se estuviera contando?
Creo que si nos respondiéramos sinceramente estas preguntas serían muy pocas las conversaciones que tendríamos acerca de temas inherentes a otras personas. Seguramente no nos quedarían además ganas de “tirar de la lengua ” de nadie para obtener mayor información aunque mas no fuera para ahorrarnos el trabajo de reflexión posterior.
Si lo vemos desde el punto de vista de la privacidad, y siendo que somos tan aficionados a la protección de la propiedad privada, también podría ayudarnos el tomar los datos de la vida de cada persona como suyos, pensar que le pertenecen sólo a ella y concebir su difusión como una forma de robo.
Quizás sintamos que el hecho de tener alguna novedad, o saber algo que los demás no saben y ser quien lo difunde nos de cierta sensación de poder, pero tomando en cuenta que, digamos lo que digamos, no nos es posible hablar sino de nosotros mismos(*), los datos que difundimos acerca de otras personas dicen más acerca del grado de confianza que se puede tener en nosotros que sobre lo que les sucede a terceros.
Si aún indagándonos acerca de la conveniencia o no de hablar, seguimos dudando, podemos utilizar el sabio precepto: “ante la duda abstenerse”, y tratar de concebir que, aunque no haya habido un claro pedido al respecto, cada dato que nos llega acerca de la vida de otras personas lleva, en principio, un mandato implícito que dice: “no se lo digas a nadie.”



(*) Ver el artículo “¿Podemos hablar de los demás?" en este mismo blog.